Me mira y sonríe, con los ojos un poco caídos.
Estamos solas en casa, una de tantas veces, otra de tantas tardes juntas. "¿Qué haces? Ven a verme". Le da pereza, es una vaaaga y no quiere andar los diez minutos hasta la parada del bus. Pero me pongo pesada y accede. Entra por mi puerta tapándose los oidos porque no soporta los ladridos de Curro. La verdad es que no me explico cómo a estas alturas no la tiene ya clasificada como parte de mi casa. Pasillo, tuerce a la izquierda. Al fondo mi habitación.
Entra en el caos de ropa, cajas de pañuelos de colores y periódicos viejos. Se quita las botas para no pisar la alfombra, lo deja todo tirado y me pone histérica. "¡Déjalo en un rincón Elvira!". Y se sobresalta y lo coloca muy rápido al lado del cesto de mimbre blanco. "Doble piruet roteña" y cae en la cama.
Nos quedamos unos minutos en silencio, mirando el ventilador (Echamos de menos el verano, cuando se movía con nosotras debajo en las noches de Julio, de botellón en el Parque del Oeste, baño nocturno en la piscina al volver a casa y sueño con la ventana abierta)
Y vamos a merendar. Uno, dos, tres tazones de estrellitas con colacao. "¡Que guarrería rubia!". Ella sabe que yo prefiero leche sola y galletas.
Y cama otra vez. Yo arranco a explicárselo, y me escucha de verdad, como nadie. Se toma en serio lo que le cuento, mi pena, mis sueños, mi alegría, mi tranquilidad, mi inquietud, mis locuras. Mi todo. Ella sí. Con ella todo. Ella soporta mis ataques de rabia. Mi nerviosismo y mi parsimonia. Mi pasotismo también. Todas mis manías... Y claro, yo las suyas.
Que bonito decirle que la quiero, saber que es verdad. Que bonito que me lo diga, y que la crea. De ella, sí.
Foto: Amor del de verdad en las calles de [Vigo, 09]