martes, 8 de junio de 2010

Automático

Sube las entradas del portal despacio y con las suelas de los zapatos húmedas. Es el ritual de cada verano: A las nueve y media todos los riegos de la urbanización convierten las aceras en charco. Apesta a cloro, a césped recién cortado, a cómoda burguesía que en realidad no se parece demasiado a cómo la describen en todos los libros. No imagina a ninguna vecina del bloque 3 follándose al socorrista cuando su abogado-marido sale a trabajar. El socorrista al fin y al cabo tampoco es tan guapo, ni las mujeres se conservan tan bien después de tres partos.

Junio es el mes de tránsito para ella. La primera tormenta de verano siempre es justo antes de abrir la piscina. La semana anterior, cuando aprieta el calor en la capital, se siente todavía desnuda sin vaqueros, aunque por las mañanas abra la ventana y respire aire estival: más riegos y más césped fresco, el sol algo bajo de las 10, coches silenciosos circulando a 50 por el parque de enfrente. Es curioso, ¿Qué sería de su idea de verano sin tanto riego?

La tormenta lo cambia todo. La piel desnuda parece aún más blanca sin sol cegador, caen las temperaturas, pero no lo suficiente como para volver a los pantalones. Se tumba con anhelo en la toalla y bajo la sombrilla pidiendo a gritos con los ojos calor. Bien sabe que mes y medio después estará harta, pero no importa.

Esta noche no son los riegos los que empapan sus sandalias. Muchos años viviendo allí conducen directamente a caminar por la calzada. La lluvia ha calado el parque, y tan distraída como estaba, fue a parar directamente a la arena húmeda. “Huele a tierra mojada…” Su madre siempre dice eso, con una mueca de placer en la cara. No hay truenos en el pequeño oasis, ya no cae una gota, pero dentro de ella diluvia. Desde el salón gritan que entre, que va a coger una pulmonía, que fuera la noche es fría y que ya tendrá tiempo para mecerse en la hamaca. “En la imitación de hamaca”, piensa con una mueca divertida. La terraza es pequeña, los placeres hay que tenerlos a medida. Suficientemente grande como para mirar recostada y con los pies en una silla, el cielo azul, los árboles y los edificios bajos.

Ese guiño, intento de risa, dura solo un instante. Necesita una manta y aprender a relajarse. En el fondo sabe bien que todo es fruto de su cabezonería, de su idealismo, “pero no será tan ficticio cuando me duele”, y se seca lágrimas rebeldes. No se plantea si se rebelan por salir, o por no hacerlo. A veces sentir pena es preferible a sentir vacío.

Mañana luce el sol, verás. Se repite.

Mañana empieza la cuenta atrás para abandonar la ciudad. Mañana diluyo la cabezonería en un baño en la piscina helada. Mañana me encuentro a mí misma bajo el sol que pica y quema la piel, y se tuestan las penas. Así es más fácil borrarlas. Mañana la rabia me la dejo en casa.

Mañana se hace tarde, y me canso de pensar tanto, y para nada.

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